jueves, 2 de julio de 2009

El poder de la lengua

Nuestras palabras impactan vidas, cambian corazones y voluntades, porque hay poder en las palabras, más poder de lo que imaginamos, tal es así que recibimos lo que escuchamos.
Entonces, ¡cuidado con lo que habla!, preste mucha atención a lo que dice. Tenemos que ser precavidos con lo que pensamos, pero mucho más con lo que pronunciamos con nuestra lengua, porque las declaraciones son como profecías, y si lo que decimos no es bueno, no será un buen pronóstico.
Muchos viven una vida de derrota por lo que han dicho; han expresado frases como: “nunca se me ocurre nada bueno en la vida…”, “¡qué tonto soy!”, y no se dan cuenta que esto les trajo el fracaso. Posiblemente han hablado así porque desconocen que cada una de esas palabras se convierte en una profecía pronta a cumplirse. Oro que, a partir de ahora usted aprenda a hablar positivamente. El Apóstol Pablo nos dice que en “todo lo que es verdadero todo, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Filipenses 4:8), eso tenemos que pensar y hablar, palabras y frases acordes a esto es lo que tendría que salir de nuestra boca.
Hay un dicho que dice “en boca cerrada no entran moscas”, y a mí me gusta decirlo de esta otra manera: “en boca cerrada, tampoco salen moscas…” porque no nos damos cuenta que en nuestras vidas hay tanto negativismo puesto que cuando pronunciamos esas palabras, en el mismo momento en que las decimos, no somos conscientes de que estamos hablando palabras proféticas, es decir, estamos declarando lo que nos vendrá en el futuro.
Cuando usted habla se está delimitando con las palabras que emite. Jesús dijo: “mis palabras son espíritu y vida” (San Juan 6:63). Dios nos creó a Su imagen y semejanza, y así como Dios con la palabra creó todas las cosas, con nuestras palabras podemos crear un ambiente positivo de bendición, o negativo de destrucción, porque no hemos sabido cuidarnos y controlar nuestras palabras.
Aprenda a hablar. La criatura aprende a hablar con términos simples, incluso al principio no pronuncia bien o no articula las palabras completas. Cuando va aprendiendo mejor el lenguaje, uno le puede decir “esto se dice” y “esto no se dice”, o “esto se dice así”. Así nos enseña Dios en Su Palabra: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4: 29) tenemos que hablar lo que es para crecimiento espiritual, o sea que yo pueda edificar y construir con mis palabras. Así como Dios creó todo con la palabra, puede hacer exactamente lo mismo a través de las palabras que yo proclame. Por eso es que le digo: cuídese con lo que proclama, vigile lo que dice, atienda sus expresiones; porque esas confesiones, tarde o temprano, se convertirán en realidades.
David, cuando aún no era rey, sino un simple pastor fue a visitar a sus hermanos en el campo de batalla, de pronto se encuentra frente a un gigante. Él, confiando en que Dios lo había librado del oso y del león, dijo: ¿Quién se cree este extranjero para desafiar a los ejércitos de Dios? ¿Qué es este gigante incircunciso?, ¿quién es esta persona que no tiene pacto con Dios para desafiar a los ejércitos del Señor? ¡Hay que destruirlo! ¡Yo lo puedo matar! Y los hermanos, asustados, lo trataban de hacer callar por miedo que los persigan. Finalmente, lo escucha el rey, y éste le quiere dar su armadura para animarlo y protegerlo, más David no quiere; y cuando se encuentra frente a frente con Goliat, sabiendo el poder que tiene la confesión, lo mira y le dice: “te voy a cortar la cabeza” (1 Samuel 17). David no tenía una espada en la mano, pero sabía que había poder en esas palabras. Toma la piedra y comienza a hablarle al gigante. No habló “del gigante” diciendo: “¡Uy! tengo este problema”, “¡lo que me está pasando..!” Es muy grande el enemigo”, “mira cuánto pesa y cuánto mide…”, sino que le habló a ese gigante y declaró la victoria de Dios sobre él.
Amigo/a: no hable tanto de la montaña; no explique más la contrariedad; porque hay gente que se dedica a eso, a resaltar inconvenientes y solo habla de lo mal que la está pasando. El día que esa problemática desaparezca, la va extrañar, porque ha insistido tanto, lo remarcó demasiado y cuando no esté, sentirá el vacío. De esa manera está endiosando al problema, en vez de engrandecer a Dios.
En vez de hablar de la tormenta, en vez de contarle a todos acerca de la adversidad, comience a hablar de lo que Dios puede hacer con ese problema. Dígale a ese monte: ¡échate, quítate de aquí! Y usted verá que sus palabras tendrán el respaldo del cielo, tendrán el poder del Altísimo; y verá la victoria de Dios.
Este es el momento de cambiar su enfoque. No mire la magnitud del obstáculo, lo grande que parece ser ese inconveniente; sino lo que Dios puede hacer. Crea que la mano de Dios está donde usted está y sepa que ya le ha dado toda victoria. Saque su mirada del gigante y ponga sus ojos en el Señor. Muchos se comparan con el “Goliat” que están afrontando y se ven empequeñecidos, pero lo mejor y lo correcto es comparar a Dios con ese gigante; Él es mucho más grande y se mantiene todo el tiempo dándole la victoria

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